Comentario
Algunas veces al año, la mayoría de los españoles asistían a la principal diversión de las fiestas. Parece que fue entonces cuando se acuñó la frase "fiesta nacional" y abarcaba igual al mundo rural que al urbano; sin especial distinción entre sevillanos, murcianos, barceloneses, madrileños y la mayoría de las otras provincias. A la altura de comienzos de los años sesenta del siglo, casi todas las provincias contaban con alguna plaza de toros estable. La excepción eran las cuatro provincias gallegas, León, Lérida y Canarias, prueba evidente de la escasa afición.
El aforo de las plazas, que en el conjunto de España se aproximaban al medio millón, era desproporcionado a la población de cada localidad, sin que sea muy diferente al actual. Algunos pueblos que apenas superaban los diez mil habitantes tenían plazas de cinco mil localidades. Las ciudades de Vitoria, Alicante, Logroño, Málaga, Zaragoza, Valladolid, San Sebastián, Burgos, Cáceres, Santander, Salamanca, Murcia, Pamplona y algunas otras tenían una plaza de diez mil localidades o más, el mismo aforo aproximado que Madrid y Sevilla. Sólo dos plazas tenían una cabida mayor de once mil posibles espectadores, Barcelona y Valencia. Esta última era la mayor con cerca de diecisiete mil.
La explicación de este fenómeno hay que buscarla en que las plazas estaban pensadas para espectadores provinciales o regionales más que para los de una localidad. Incluso alguna capital de provincia, como Cádiz, carecía de plaza estable, aunque los aficionados acudían a las otras cuatro plazas de la provincia (con un aforo total de casi 25.000 localidades) o a Sevilla. En todo caso, las corridas de toros se celebraban sólo en las ferias locales o en ocasiones especiales. Excepto en Madrid, donde las corridas eran unas cuarenta al año en las tres plazas de toros con las que contaba, era raro que se sobrepasasen las veinte corridas y lo habitual era no llegar a diez. Estas funciones se refieren al conjunto de la provincia, pues era tradicional que los más aficionados asistiesen a la capital de la provincia o a las más cercanas en algunas festividades señaladas aprovechando las fiestas y mercados.
El circo, actividad de entretenimiento heredada desde la época de los romanos, era sumamente popular en España. La mayoría de las representaciones las llevaban a cabo las compañías ambulantes, que iban de localidad en localidad con los animales, los domadores y los payasos, atracciones que no podían faltar en ningún espectáculo circense. En Madrid y Barcelona, había algunos circos estables, con compañías más organizadas, donde se celebraban números en los que aparecían bailarines a caballo, ataviados con plumas de colores, bailando con armonía de movimientos. En todo caso, los caballos sabios eran los actores principales. Junto a ellos o con ellos se hacían acrobacias, malabarismos, magias o actuaban los payasos. A medida que avanza el siglo se van incorporando otros animales, peligrosos como los leones que exigían valerosos domadores, o de exhibición como dromedarios o elefantes pero que, en todo caso, no eran sabios como los caballos ni peligrosos como los leones. La historia del circo español del siglo XIX, tan importante para entender la sociedad de su época, está por hacer.
Las actividades lúdico-deportivas eran frecuentes en toda España. Entonces no se habían introducido deportes, como el fútbol, que a la vez eran espectáculo y que practicaban miles de personas. Habrá que esperar al siglo XX para que este tipo de deportes foráneos se popularicen. Lo que había en la España del siglo XIX eran juegos, como la pelota, petanca o los bolos más o menos difundidos por todo el país. Carecemos de estadísticas de quiénes los practicaban. Aun del juego de pelota, del que tenemos algunos datos, éstos sólo se refieren a los juegos de pelota construidos expresamente como tales y no los miles que había casi en cada pueblo, improvisados en cualquiera de los muros de un edificio local. De los frontones que recoge el Anuario Estadístico, se deduce la mayor afición en el Norte de España. Concretamente, Lérida, Logroño, Guipúzcoa y Zaragoza tenían más de veinte. Seguían Valencia con once y Navarra con diez. El resto de las provincias tenía menos de diez.
El espectáculo que superaba a todos los demás, por difusión y seguidores, era el teatro. Además de los teatros construidos, que recoge la estadística, prácticamente todas las miles de localidades españolas recibían la visita periódica de las compañías de cómicos que representaban, cantaban y bailaban en la plaza del pueblo, las corralas o en cualquier lugar improvisado.
Los teatros estables eran cerca de trescientos. La mayoría de las capitales de provincias y pueblos grandes contaban con un solo teatro. Había algunas excepciones: ocho en Madrid, siete en Barcelona, cinco en Cádiz, tres en Málaga y dos en Sevilla, Valencia, Valladolid, Zaragoza, Huesca y La Coruña.
En el resto de las localidades de cada provincia, destacaban los pueblos de Barcelona, que contaban con 30 teatros en los que se representaron 449 funciones dramáticas, aunque no hubo funciones de ópera y zarzuela, que eran poco frecuentes en los pueblos, salvo en los de Cádiz, Baleares y Alicante.
El teatro no era concebido sólo como representación de obras dramáticas, sino que se introducía la música y la canción.
Así, nacieron la ópera y la zarzuela que sólo se representaban en los teatros fijos.
El número de funciones dramáticas estaba más o menos en proporción al de teatros, con un máximo de 615 en Madrid. Lo mismo que la ópera, que tuvo 160 funciones en Madrid, donde destacaba el Teatro Real de la Opera inaugurado en 1851, seguida por Cádiz con 95, Barcelona con 78 y Baleares con 67. La zarzuela, mucho más popular, tuvo un máximo de funciones en Madrid con 415, seguida por Barcelona con 206 y Alicante con 110.
La zarzuela, género músico teatral netamente español cuya primera representación en el siglo XVII tuvo lugar en el palacio de La Zarzuela que le dio nombre, tuvo un florecimiento a partir de 1832, en obras de un acto, destacando libretistas como Manuel Bretón de los Herreros, Sebastián Iradier, Rafael Hernando. A partir de 1851, se estrena Jugar con fuego, obra en varios actos, de Ventura de la Vega y Barbieri, quienes junto a Gaztambide, Arrieta, Chapí fueron los principales libretistas y compositores en el resto del reinado de Isabel II. En 1856, la inauguración del Teatro de la Zarzuela de Madrid dio un impulso decisivo al género que predominó en toda España durante más de un siglo.